sábado, 6 de agosto de 2011

Un sinfín de estrellas

La noche era silenciosa, llena de susurros secretos, con una oscuridad en cada rincón. Una brisa removiéndome el pelo tan negro como la noche, que me caía por la espalda, ondulado. Mis ojos grises reflejaban la luz de las estrellas que tenía encima. Me estiré en la dulce hierba fresca. Observé ese mar de estrellas, puestas sin ton ni son. Formando palabras, formas y sueños. Siempre había imaginado que las estrellas eran las vidas cuando se acababan, por eso había tantas y tantas en el universo. O podían ser sueños.
Veía tus ojos por todas partes. ¿Allí? No, más a la derecha. Era todo precioso. Se oían los cantos de los grillos, compitiendo a ver quién cantaba más fuerte. Me imaginé que estabas a mi lado, sonriéndome y explicandome otra vez todas las constelaciones. Me acordé de que siempre te había gustado las estrellas y los astros, y que a veces traías tu telescopio para que observase contigo las estrellas y la luna. Esa noche, la luna era llena, compitiendo con la luminosidad de las estrellas. Luz y oscuridad, cubriendo como un manto el planeta. Giré la cabeza y allí estabas. Habías vuelto. Te estiraste a mi lado, y me cojiste de la mano, y me explicaste otra vez las constelaciones. Yo te escuchaba, feliz, una sonrisa en mis labios. Tu voz era apenas un susurro. Era todo tan mágico...
De repente te callaste, y te miré. No habías terminado aún. Te inclinaste y me besaste.
Fue un beso fresco y mágico, tan luminoso como todas las estrellas del firmamento. En ese mismo instante, me habría gustado coger todas las estrellas del cielo y formar tu nombre para que todos vieran lo mucho que te quiero.






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