Era una noche fría de enero. Las calles estaban llenas de nieve, y las casas se veían frías y grises, nada hospitalarias. Una madre cogió fuertemente a su hija de 7 años, para que no se le congelaran las manos. Entraron rápido al bus, justo a tiempo. La madre pagó el billete y luego se adentró en el bus con su hija. Los asientos estaban todos ocupados, así que se quedaron de pie. La madre se apoyó en el cristal y miró el paisaje que pasaba a toda velocidad, con la mirada perdida en algo que aquélla pequeña no entendía.
La niña se giró al notar una mirada puesta en ella. Entonces vio a un niño de su misma edad. Tenía el pelo oscuro como el ala de un cuervo, y sus ojos eran de un color entre el verde y el marrón. Sus ojos se encontraron.
La suerte de ser unos niños pequeños es que tienes esa inocencia que de mayores echamos de menos. Para nosotros, la timidez no existía. Por ese motivo, aquellos dos pequeños novatos de la vida no apartaron la mirada. Se leían en alma a través de los ojos.
El bus paró, y la madre tiró de su hija para bajar. La niña miró al pequeño, y susurró un "Adiós". El niño se despidó agitando la mano.
Entonces, él pudo leer en la mochila que llevaba la niña su nombre. Irene.
Su padre le cogió de la mano y se bajaron a la siguiente parada.
* * *
A partir de ese día frío y sin color, esos dos pequeños se vieron cada día, al atardecer. Siempre era la misma rutina. Se miraban a los ojos hasta que uno de los dos llegaba a su parada. Nunca intercambiaban palabra. Se limitavan a observarse.
El tiempo pasó, y el paisaje cambió. La nieve desapareció, dando lugar a las margaritas y las amapolas. El sol se asomó otra vez de entre las nubes.
Era la primavera. Y no cualquier primavera. Habían pasado ya 10 años desde el encuentro.
Irene subió como cada día al bus. Tenía casi 17 años, y hacía tiempo que su madre no la acompañaba al bus. Se sentó en un asiento libre y desde allí se despidió de sus amigas a través de la ventana.
Sintió una sensación conocida. Se giró y le vio.
Se miraron los ojos. Irene pensó que seguía teniendo los mismos ojos, la misma alma de cuando se habían visto por primera vez. Apartó la mirada, incómoda. No sabia nada de ese chico, ni sabía como se llamaba, pero era demasiado tímida como para dar el primer paso. Hechó de menos, su innocencia de niña, como todos nosotros, como una maldición que a todos nos persigue.
Cuando se volvió a girar, el chico ya no estaba. Qué extraño, pensó, pero era mejor así.
Se dio la vuelta, y efectivamente, él se había sentado a su lado.
Se miraron a los ojos, y vieron en ellos el reflejo de aquel encuentro, y del recuerdo de verse crecer día a día, y de lo mucho que se conocían sin necesidad de palabras. Hay otro medio de comunicación que poca gente sabe: la mirada.
Ojos marrón verdoso a ojos grises.
-Irene- dijo él de repente.
-¿Cómo sabes mi nombre?-susurró Irene.
-Lo leí en tu mochila, hace años. Nunca lo he olvidado.-respondió.
-En cambio, yo no sé el tuyo.
-Es verdad, perdona. Me llamo Nicko.
-Encantada- dijo Irene con una gran sonrisa.
-Lo mismo digo- dijo Nicko devolviéndole la sonrisa.
Hablaron durante un buen rato, como si se conocieran de toda la vida, que bien pensado, era así.
-Uy, esta es mi parada- dijo Irene, de súbito.
Sus ojos grises se entristecieron. No se quería separar de Nicko, ahora ya no. Era como si su vida hubiese sido una noche oscura sin luz, hasta que Nicko la iluminó, como una gran estrella.
Irene se levantó, y cuando se iba a bajar del bus, Nicko la llamó. Ella se giró justo a tiempo de sentir el beso.
El mundo se volvió borroso y dejó de existir. Los relojes del mundo etero se aturaron.
Fue en ese momento en que se dieron cuenta de que sus vidas se habían juntado para no separarse, como si atases dos cuerdas con un fuerte nudo.
Se separaron, e Irene se bajó del bus. Y cuando se iba ya, esuchó que Nicko le decía desde la puerta del bus:
-Hasta mañana, mi estrella.
La niña se giró al notar una mirada puesta en ella. Entonces vio a un niño de su misma edad. Tenía el pelo oscuro como el ala de un cuervo, y sus ojos eran de un color entre el verde y el marrón. Sus ojos se encontraron.
La suerte de ser unos niños pequeños es que tienes esa inocencia que de mayores echamos de menos. Para nosotros, la timidez no existía. Por ese motivo, aquellos dos pequeños novatos de la vida no apartaron la mirada. Se leían en alma a través de los ojos.
El bus paró, y la madre tiró de su hija para bajar. La niña miró al pequeño, y susurró un "Adiós". El niño se despidó agitando la mano.
Entonces, él pudo leer en la mochila que llevaba la niña su nombre. Irene.
Su padre le cogió de la mano y se bajaron a la siguiente parada.
* * *
A partir de ese día frío y sin color, esos dos pequeños se vieron cada día, al atardecer. Siempre era la misma rutina. Se miraban a los ojos hasta que uno de los dos llegaba a su parada. Nunca intercambiaban palabra. Se limitavan a observarse.
El tiempo pasó, y el paisaje cambió. La nieve desapareció, dando lugar a las margaritas y las amapolas. El sol se asomó otra vez de entre las nubes.
Era la primavera. Y no cualquier primavera. Habían pasado ya 10 años desde el encuentro.
Irene subió como cada día al bus. Tenía casi 17 años, y hacía tiempo que su madre no la acompañaba al bus. Se sentó en un asiento libre y desde allí se despidió de sus amigas a través de la ventana.
Sintió una sensación conocida. Se giró y le vio.
Se miraron los ojos. Irene pensó que seguía teniendo los mismos ojos, la misma alma de cuando se habían visto por primera vez. Apartó la mirada, incómoda. No sabia nada de ese chico, ni sabía como se llamaba, pero era demasiado tímida como para dar el primer paso. Hechó de menos, su innocencia de niña, como todos nosotros, como una maldición que a todos nos persigue.
Cuando se volvió a girar, el chico ya no estaba. Qué extraño, pensó, pero era mejor así.
Se dio la vuelta, y efectivamente, él se había sentado a su lado.
Se miraron a los ojos, y vieron en ellos el reflejo de aquel encuentro, y del recuerdo de verse crecer día a día, y de lo mucho que se conocían sin necesidad de palabras. Hay otro medio de comunicación que poca gente sabe: la mirada.
Ojos marrón verdoso a ojos grises.
-Irene- dijo él de repente.
-¿Cómo sabes mi nombre?-susurró Irene.
-Lo leí en tu mochila, hace años. Nunca lo he olvidado.-respondió.
-En cambio, yo no sé el tuyo.
-Es verdad, perdona. Me llamo Nicko.
-Encantada- dijo Irene con una gran sonrisa.
-Lo mismo digo- dijo Nicko devolviéndole la sonrisa.
Hablaron durante un buen rato, como si se conocieran de toda la vida, que bien pensado, era así.
-Uy, esta es mi parada- dijo Irene, de súbito.
Sus ojos grises se entristecieron. No se quería separar de Nicko, ahora ya no. Era como si su vida hubiese sido una noche oscura sin luz, hasta que Nicko la iluminó, como una gran estrella.
Irene se levantó, y cuando se iba a bajar del bus, Nicko la llamó. Ella se giró justo a tiempo de sentir el beso.
El mundo se volvió borroso y dejó de existir. Los relojes del mundo etero se aturaron.
Fue en ese momento en que se dieron cuenta de que sus vidas se habían juntado para no separarse, como si atases dos cuerdas con un fuerte nudo.
Se separaron, e Irene se bajó del bus. Y cuando se iba ya, esuchó que Nicko le decía desde la puerta del bus:
-Hasta mañana, mi estrella.
4 comentarios:
Holaaaaaaaaaaaaaa!!
Nuevo capitulo ,no te lo pierdas y comenta!:)
http://nadaesloqeeparecee.blogspot.com/
Qué bonito(: Esta es la entrada que más me ha gustado. un beso(:
http://sensacionesdevirgo.blogspot.com/
gracias!!! ^^
aiiiiiiiiiiiiisssssssss! ME ENCNTAAA! CREO Q LA ENTRADA Q MAS ME A GSTADO D TU BLOG! ENSERIO IMPRESIONANTEEE! :D
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