Recordaba aún el color de sus pestañas cuando el sol las acariciaba. En mi memoria vivía la imagen de sus ojos cuando soñaba despierta.Le gustaba mirar por la ventana, sin pensar en nada.
Era imposible que olvidara todo aquéllo, todos los años pasados a su lado y todos mis recuerdos.
Habían transcurrido ya diez años desde que murió.
Todos los días cojo el bus que recorre el pueblo entero. Es una costumbre que no se me ha quitado; me ayuda a tener un propósito cada día, que es coger dicho bus. Si no hubiera hecho eso, habría muerto años atrás de pura apatía. Ese día en concreto era jueves. Desde hace años que odio los jueves. Son aburridos, pegajosos, interminables. Una innecesaria precuela de los maravillosos viernes...
Perdona. La edad me hace desvariar. Nunca quise hacerme viejo, pero ella me insistió en seguir envejeciendo a su lado. Y ahora me he quedado solo. Bueno, no me hagas caso.
Total, yo estaba sentado en un asiento mirando por la ventana, como ella, pensando en ella, suspirando por ella como un chaval de quince años. Nada fuera de lo común. ¿Y quién iba a pensar que, al levantar la vista (ya sea por instinto, o quizás por algo más) la iba a ver? ¿A ella precisamente? Aunque no era ella exactamente. Era una niña de unos diez años, sentada delante de mí, mirando por la ventana como yo había estado haciendo hacía unos instantes. Fue en ese momento en que me convencí que finalmente me había vuelto senil; pero no podía ser. Esa mirada, esas pestañas... La forma en la que inclinaba la cabeza durante un instante, como un pájaro, cuando veía algo interesante. La forma en que se cogía las manos y balanceaba los pies.
Siempre deseé ser pintor. Pero mis manos siempre han sido demasiado torpes e inútiles, así que pronto olvidé ese sueño. Sorprendentemente, en ese momento, surgieron las ganas de pintar. Necesitaba retratar a esa niña, tan dolorosamente similar a ella, tan ella, que no quería que se fuera.
La niña me miró, claro está. Creo que se asustó un poco de ver que un viejo la miraba fijamente. Giró la cabeza rápidamente, evitando mi mirada. Yo no podía dejar de mirarla. La había echado de menos.
Se bajó en la siguiente parada, sola. Y tan pequeña.
¿Crees en la reencarnación? Yo nunca lo he hecho. En ese momento lo hice. Era idéntica a ella, ¿me oyes? Y tenía unos diez años, y diez años han pasado desde su muerte, y tenía que ser ella.
Creo que era feliz. Todo lo feliz que es una niña inocente de diez años. Y eso me hace feliz a mí también.
Dios, cómo la echo de menos.